Colegio: Nuestra Señora del Huerto
Localidad: Pamplona.
Comunidad Autónoma: Navarra.
Categoría 3: 4º ESO A
Desgraciadamente el coronavirus nos ha hecho ser conscientes de lo que significa una pandemia. Sensibilizados con el tema, es un buen momento para recordar que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia un buen número de epidemias letales. En una de las obras más importantes de la antigüedad clásica, Las Metamorfosis de Ovidio, se narra una de estas calamidades: la peste de Egina. Recreamos aquí una versión libre de la misma que ha querido recoger el dramatismo y el estilo poético descarnado del autor latino. El alumno Martín Sánchez es la voz de este podcast después del trabajo de toda la clase sobre el mismo tema. El breve recitado del verso latino inicial lo hace el profesor de latín, David Larrea.
La música, que ha sido obtenida del Audio library de youtube y que está libre de derechos de autor, es la siguiente:
1. Track: The Four Masks
Artist: I Think I Can Help You
No Copyright Audio Library
Licencia Atribución de Creative Commons (reutilización permitida)
2. Track: Dead Fores
Artist: Brian Bolger
No Copyright Audio Library
Licencia Atribución de Creative Commons (reutilización permitida)
3. Track: Black Mass
Artist: Brian Bolger
No Copyright Audio Library
Licencia Atribución de Creative Commons (reutilización permitida)
GUIÓN
Dira lues ira populis Iunonis iniquae
incidit, exosae dictas a paelice terras.
Una terrible peste se abatió sobre mi pueblo. La culpable fue la injusta Juno
a quien movía la ira y el odio que sentía por estas tierras.
La peste de Egina: una epidemia en la antigüedad.
Al principio el cielo cubrió la tierra con una densa calima
y encerró entre sus nubes un calor sofocante.
Los primeros que cayeron fueron los animales.
Los bueyes se desplomaban en plena labor
a las ovejas se les caía la lana y sus cuerpos se llagaban.
Olvidaban los jabalíes su rabia, los ciervos dejaban de correr
y los osos ya no atacaban los rebaños.
Un letargo lo invadía todo. Por las selvas, los campos y los caminos
yacían cadáveres putrefactos y su hedor contaminaba el aire.
Ni los perros ni las aves carroñeras se acercaban a ellas.
Y poco a poco la peste llegó a las ciudades y alcanzó también a los hombres.
Primero se abrasaban las entrañas y ese fuego interno
provocaba unas manchas rojas. La respiración se volvía jadeante;
la lengua se hinchaba y se ponía áspera por el ardor,
la boca, reseca por el cálido aliento, permanecía siempre abierta.
Los contagiados no podían soportar el contacto con la ropa o con la cama,
saltaban de ella o, si sus fuerzas les impedían tenerse en pie,
se arrojaban rodando al suelo. Nadie podía detener el mal
Y cuando se desvanecía toda esperanza de curación
y veían que la muerte podía poner fin a la enfermedad
se abandonaban a sus instintos y no se preocupaban de lo que podía
ser útil, pues nada podía ser útil. Por todas partes y sin pudor
se aferraban a las fuentes, a los ríos y a los pozos,
y su sed no se extinguía jamás.
Hinchados de beber, muchos no podían levantarse y morían
en las mismas aguas.
Algunos vagaban medio muertos por las calles,
otros lloraban tendidos en tierra.
Alargaban sus brazos hacia las estrellas del cielo
y expiraban aquí y allá, donde la muerte les sorprendía.
